El coche salta mucho cada vez que pasamos por un bache, como
todos los demás coches. Pero el nuestro va cargado de maletas hasta lo más
recóndito de su ser, y hace que retumben los asientos. Rafa esta dormido en la
ventanilla de al lado, siempre se duerme en los viajes largos, pero por suerte
hoy ha decidido no roncar. Papá sigue con la vista fija en la carretera,
rascándose de vez en cuando la barbilla, la barba le está empezando a crecer de
nuevo.
Y hace unos meses habría dicho que mamá estaría tarareando
su canción favorita, intentando sacar conversación y haciendo bromas malas todo
el rato. Pero ya no está. hace mucho que se fue. Miguel, que sigue dormido en
mi regazo, no lloró ni un solo día, ni un solo momento. Rafa si que lo hizo, no
se detuvo, se echó a mis brazos y como si volviera a ser un niño pequeño, le
consolé hasta que todo pasé, mientras yo intentaba consolarme a mi misma. Pero
ahora, ciento seis días después, ya nadie llora. Miguel ya nunca pregunta por
mamá, sabe que no está. No se muy bien como estará, nunca quiere hablar de
ella, simplemente se gira y se marcha en dirección contraria cuando alguien la
menciona, es un niño valiente.
Yo no soy valiente. Me puse como una niña malcriada cuando
me enteré de que mamá había muerte. Lancé todos los marcos de fotos del salón
al suelo, me negué a cenar e intenté hacerme daño, pero Rafa me detuvo a
tiempo, me puso el pijama, me peinó el pelo y me tumbó en mi cama, arropándome.
Si, todos volvimos a ser unos niños pequeños, como si todo
lo que nos hubiera enseñado nuestra madre se hubiera ido, y volviéramos a
empezar.
Papá no durmió en casa esa noche, se fue por la puerta y
volvió para la hora de comer del siguiente día, con los ojos hinchados y la
cara roja. Nadie preguntó donde había estado, y el tampoco nos dijo nada,
simplemente se sentó a comer.
Pero ahora todos hemos vuelto a crecer de nuevo. Rafa siguió
el instituto con normalidad, con su sonrisa carismática, sus deberes aprobados
por los pelos y haciendo bromas como cualquier otro chico de diecisiete años.
Miguel acabó tercero de primaria con todos sobresalientes, y
mi padre le felicitó muchísimo, le preparó su comida favorita y le regaló el
nuevo juego de la play, pero miguel, simplemente se subió a su habitación, se
tumbó en la cama y no salió hasta la hora de cenar. El es autista, desde que
nació, y mamá siempre era la que le cuidaba, le daba sus medicinas y procuraba
que nunca le faltara de nada. Ahora somos nosotros los que tenemos que cuidar
de él, aprender a aguantar sus rabietas enfermizas, y ayudarle a ser feliz.
Y yo, simplemente conseguí acabar cuarto de la ESO a duras
penas, aprobando obviamente por lástima de los profesores, que sabían que
perder una madre con solo dieciséis años no debería estar permitido.
Pro mi padre no quiere más lástima, pena y dolor para
nosotros. Decidió que al acabar el verano nos mudaríamos todos a la capital,
iríamos a un colegio nuevo, ciudad nueva, amigos nuevos. Dijo que nos sentaría
bien. Yo no estaba muy de acuerdo, Rafa simplemente dijo que vale, y Miguel se
encogió de hombros.
—Zoe, ¿Si el mundo se acabara ahora mismo, que harías?— me
pregunta mi padre desde el asiento de adelante.
Yo sonrío. La primera vez que me hizo esa pregunta era muy
pequeña, y me asuste y corrí a refugiarme en los brazos de mi madre, pensando
que el mundo se iba a acabar. Rafa se rió de mí, y yo fruncí el ceño cuando mi
padre me explicó que era una broma. Y durante toda mi vida mi padre me
preguntaba eso cuando no sabía que decir. Yo siempre contestaba cosas diferentes,
variadas y depende de mi estado de ánimo, y mi padre encontraba la manera de
que cumpliera lo que había dicho.
—Pedir una pizza— le contesto.
—¿A, si?— inquiere, mirándome por el retrovisor— ¿Y por qué?
—Para no ir al cielo con el estómago vacío, obviamente—
contesto yo, y Miguel, que fingía estar dormido, se ríe de lo que he dicho.
—Bien, pues esta noche cenamos pizza— anuncia mi padre.
Rafa se despierta con nuestra voces. Se restriega los ojos y
se quita los auriculares, por los que sale una ensordecedora música de una
banda de rock. Se quita el pelo de los ojos echándoselo hacia atrás, y nos mira
a todos.
—¿He oído que cenamos pizza?— pregunta, estirándose.
—De pepperoni— comenta Miguel, desde mi regazo.
—Jo, yo la quería de cuatro quesos— protesta Rafa.
—Pues pedimos la súper pizza cuatro quesos de pepperoni—
contesta mi padre. Mis hermanos lo celebran con aplausos, y yo sonrío al
verlos.
Es entonces cuando giramos una curva y mi padre aparca en la
acerca de la calle Río Monzor. Es la típica calle con árboles perfectamente
podados, vallas blancas, y casas del mismo color, con tejados rojos. Elegimos
la casa entre todos, pensando que ésta estaba cerca de nuestro nuevo colegio y
del parque (eso lo aportó Miguel). A mi padre le pareció bien. El trabaja en
casa, es una cosa de no se que de publicidad, por lo que no pidió estar cerca
de ningún sitio.
Y cuando veo la casa, la boca se me abre de par en par. Es
muy grande, con piscina y tres pisos. El buzón es de color amarillo, y reza el
nombre de Segado, nuestro apellido. Salimos todos del coche el tropel, y sin
ayudar a nuestro padre ha descargar, nos zambullimos entre las paredes. No nos
detenemos en el piso de abajo, y subimos arriba rápidamente a elegir
habitación. Rafa es el más rápido, y se coge la que tiene vista a la parte de
atrás, la piscina. Miguel sale corriendo hacia la que está más alejada de las
escaleras, y yo me las tengo que apañar con la que la ventana da a la fachada
de la casa vecina. No me quejo, porque parece que la mía es la más grande. Mi
padre ya mandó traer los muebles grandes, como la cama, el armario y la mesa
escritorio.
Cuando empezamos a desempaquetar es como volver a nacer. Voy
colocando todos los libros en la estantería, la ropa en el armario, y mi
ordenador don mis cosas del colegio en el escritorio. Me dedico a colocar todas
mis fotos en la pared, con los pósters de Shakira 8mi cantante favorita) y
algunos de Harry Potter y Los juegos del Hambre.
Cuando acabo, me dirijo a la habitación de Rafa. Él también
ha sacado ya toda la ropa y sus adornos extravagantes de la estantería, y ahora
se encuentra mirando Facebook en el ordenador.
—¿Qué te parece?— le pregunto, desde la puerta.
El levanta la cabeza de la pantalla y posa sus perfectos y
cursis ojos verdes (que por desgracia yo no tengo) en mi.
—Muy limpia— comenta—, a ver cuanto aguanta así.
Yo sonrío y me marcho a la habitación de Miguel, donde
descubro que está subido a una silla intentando colocar las camisetas en la
última balda.
—¡Miguel! ¡Ten cuidado! Te puedes caer— le digo, mientras le
ayudo a bajar.
—Lo he colocado yo todo solito— me dice mi pequeño
hermanito.
—Ya, ya lo he visto, pero no lo vuelvas a hacer, podrías
haberte matado— contesto yo. El asiente y sale corriendo hacia el cuarto de
Rafa. Observo como abre la puerta y se tira encima de él, haciendo que mi
hermano se parta de risa y comience a hacerle cosquillas. Los oigo a los dos
reír. Así éramos antes, siempre riendo. Puede que papa tenga razón, y si que
haya sido bueno mudarnos.
Entonces suena el timbre, y me veo obligada a tener que
abrir yo, pues posiblemente mi padre esté demasiado ocupado en la cocina
colocando trastos. Bajo las escaleras precipitadamente y me acerco a la
entrada.
—¡Zoe! ¿Puedes abrir tu?— oigo que dice mi padre, escondido
tras un montón de cajas en la cocina.
—A eso iba— contesto.
Abro la puerta de la entrada, pensando que quién puede
molestar a unos recién instalados nada más llegar.
He de admitir que me asusté mucho cuando me encontré el
siguiente panorama. En el porche había tres personas. Una de ellas era una
señora de la edad de mi padre, rubia de bote fatal echo, con los ojos como un
sapo y vestida toda con un chándal rosa. Junto a ella había una niña rubia de
unos años un poco más pequeña que yo, quizás de primero de ESO, con el cabello
también rubio (natural), una diadema naranja y completamente vestida para una
fiesta (una niña pija). Y junto a ellas había un chico. Pero al encontrarlo
tenía la mirada baja, hasta que alzó los ojos y nuestras miradas se cruzaron.
El los abrió de par en par, como un niño en la mañana de Navidad, yo
simplemente lo contemplé de arriba abajo. También era rubio, pero un rubio más
oscuro, con los ojos azules (¿por qué todos los chicos de mi vida tienen ojos
preciosos y yo no? Y la piel tirando a morena. Iba completamente vestido como
va Miguel a misa, con un jersey de lana de rombos, vaqueros ajustados y camisa
blanca bajo el chaleco, a parte de ir bastante peinado. El típico chico que
todo padre quiere para su hija.
—Hola— dice la señora, ofreciéndome la mano— Soy Magdalena,
la vecina de enfrente. Os hemos visto llegar y hemos querido venir a
presentarnos.
Yo asiento con la cabeza mientras le estrecho la mano.
—Yo soy Zoe, encantada— contesto, almacenando sus palabras
en mi mente esta mujer habla demasiado rápido, tanto que me ha costado
entenderla.
—Parece que vas al curso de mi hija, ¿Cuántos años tienes,
querida?— me pregunta, con una sonrisa de dentadura postiza.
—Dieciséis— contesto, asintiendo otra vez.
—¡Ah! Bendita intuición la mía— dice la mujer, mientras coge
a su hijo del brazo y lo empuja hacia mi un poco— Este es mi hijo, Héctor.
Seguramente iréis a la misma clase. Y esta es mi hija, Catalina.
Yo le saludo a ambos con la cabeza. El tal Héctor se me
queda mirando demasiado rato que hasta me estremezco. Vale, es guapo, pero es…
demasiado… no se… no es mi tipo. Además ahora no estoy para pensar en chicos,
debo cuidar de Miguel, él es mi prioridad.
—¿Y con quien vives?— me pregunta la mujer.
—Em… mi padre David está en la cocina, vendrá en cuanto
puedo. Mis hermanos Rafa y Miguel supongo que vendrán en algún momento.
Pego un grito a todos mis parientes para que bajen, que hace
que nuestros vecinos tiemblen del susto. Yo me río por lo bajo. Hemos ido a parar
al barrio más pijo de todo Madrid.
En un momento aparecen mis hermanos en tropel por la
escalera. Miguel subido a hombros de Rafa, mientras se ríe. Mi padre aparece
frotándose las manos mojadas por agua, con un trapo al hombro y la gafas de
leer sobre el pelo, a modo de gafas de sol.
Se acerca a la puerta y mira a los invitados con interés.
—Buenos días, soy David Segado— Magdalena también mira de
arriba abajo a mi padre, fijándose sobre todo en la cicatriz que tiene en el
cuello. Mi padre siempre los cuenta que es de sus años en la guerra (que nunca
ocurrieron) y nos cuenta mil y una historias inventadas por su imaginación en
la que él es el héroe y el malo le hace esa cicatriz en el cuello.
—Encantada, soy Magdalena. Este es mi hijo Héctor, y mi hija
Catalina— les estrecha la mano a todos, y veo como Héctor se la limpia en el
pantalón discretamente. Vaya pijo.
—Estos son Rafa y Miguel, y mi hija Zoe— contesta.
—Si, ya nos habíamos presentado— confirma la señora,
mientras echa una ojeada a la casa— ¿y su mujer?
Todos nos quedamos callados de golpe, ni siquiera Miguel se
mueve. Miro a mi hermano Rafa temerosa, y el me devuelve la mirada, y
discretamente y sin que nadie se de cuenta, me envuelve con un brazo.
—Ana falleció hace unos meses— contesta mi padre. Cualquiera
hubiera dicho que lo ha expresado como quien dice que hoy va a llover, pero
nosotros tres sabemos que tras esa voz se esconde una eterna agonía.
Los rostros de nuestros vecinos se vuelven grises por unos
momentos, pero recuperan el color al instante.
—Lo siento mucho, tenga mi pésame eterno— contesta
Magdalena.
Nosotros asentimos, y mi padre y la señora proceden a hablar
sobre las costumbres del pueblo, alguna novedad o a que hora pasa el cartero.
Rafa y Miguel consigue escabullirse triunfantes hacia el salón, y salen al
jardín para jugar en el césped. Pero yo me quedo con mi padre, fingiendo que
escucho algo de lo que dicen.
Pero no para de observar cada movimiento de Héctor, cada
áspide de rasgo pijo de él. Nunca pensé que me encontraría con uno como él. En
mi antigua ciudad, todos llevaban los pantalones caídos, cascos enormes
alrededor de la cabeza y montaban en moto temerariamente, más o menos como
Rafa. Pero Héctor…
—¿Quieres dar una vuelta?
Primero me doy cuenta de que está hablando él. Veo como
mueve sus labios, y luego me doy cuenta de que me está hablando a mi. Miro de
reojo a mi padre, pero está muy entretenido hablando con Magdalena, así que me
escurro de su lado y ambos bajamos del porche al césped. Héctor me ayuda a
saltar las flores del jardín para que no las pise, y es la primera vez que lo
toco. Sus manos no son suaves, como me esperaba, sino sudorosas, y siento un
poco de asco, pero me acabo acostumbrando. Empezamos a andar por la acerca en
silencio, sin decir nada, hasta que llegamos a la esquina, y por fin decide
hablar.
—¿Dónde vivíais antes?
Le miro, estudiando todas su facciones al hablar. También
pijas.
—En San Cristóbal, bastante lejos— contesto, sonriendo.
El asiente, con las manos tras la espalda.
—Yo vivo aquí desde que nací.
“Se nota” pienso mentalmente. Barrio pijo, niño pijo. De
toda la vida.
—¿Por qué os mudasteis?
—Porque… no queríamos seguir viviendo allí, queríamos algo
que estuviera más cerca de toda la actividad de la ciudad.— contesto, mientras
esquivo a una persona que venía en dirección contraria a nosotros.
—Pues habéis venido al lug…— no consigue acabar la frase,
porque justo en ese momento, por el final de la calle, aparecen tres chicos
montados en sus motos. Vienen gritan y cantando una canción que suena en una
radio portátil que lleva una de ellos. Por un momento tengo un deja’vu hacia
las calles de San Cristobal y todos mis amigos, a los que he dejado atrás.
—¡Eh! ¡Niño pijo!— grita uno de ellos, y se de inmediato que
se dirige a Héctor.— ¿Te has echado novia, nenuco?
Solo uno de los tres lleva casco, mientras que los otros dos
van al aire libre. Se paran frente a nosotros, cortándonos en paso. Héctor los
fulmina a todos con la mirada.
—¿No tenéis cosas mejores que hacer?— contesta Héctor,
apretando los puños.
—Es que pasábamos por aquí y hemos visto que paseabas
píjamente con un bombón, ¿Cómo te llamas, preciosa?— dice uno de ellos. Es
pelirrojo, con el cabello hasta los hombros y la típica chupa de cuero que
llevaban los chicos de mi barrio.
—La chica que nunca conseguirás— contesta el otro chico sin
casco, haciendo sonar su moto, un chulito.
Estoy a punto de contestar, cuando el tercer chico, el de la
izquierda, vestido con una cazadora vaquera y pantalones negros, se quita el
casco.
—Se llama Zoe, lo pone en su collar— contesta, apoyándose en
su casco.
Es entonces cuando cruzo mi mirada por primera vez con
aquellos ojos oscuros, ojos como la noche, ojos que, aunque yo no lo sepa, me
cambiarán todas mis noches.